El Narcisista vs. la Empática Oscura

La partida invisible

Él siempre había sido el depredador más refinado del lugar. Sabía cómo entrar en una mente y dejarla confundida, cómo usar el halago para abrir la puerta y la manipulación para cerrar todas las salidas. Nadie parecía inmune a su juego: primero encantaba, luego enredaba, y al final dejaba a sus víctimas rotas, convencidas de que todo había sido culpa suya.

Hasta que llegó ella.

Al principio no la notó. Tenía la apariencia de las otras: cálida, receptiva, con una dulzura que invitaba a confiar. Le pareció incluso un blanco fácil, una nueva pieza para su colección. Sonrió, convencido de que tardaría poco en quebrarla.

Pero desde la primera palabra, algo fue distinto. Ella escuchaba sin realmente escuchar, asentía sin entregarse, sonreía sin rendirse. Y, aunque parecía transparente, había una oscuridad sutil en su mirada, como si supiera algo que él ignoraba.

Él desplegó entonces sus estrategias favoritas: el elogio envenenado, el silencio calculado, la duda sembrada como espina invisible. Y sin embargo, nada prendía en ella. Era como intentar incendiar el mar.

Ella, en cambio, lo observaba con paciencia quirúrgica. No combatía su ego; lo alimentaba hasta el punto exacto en que se volvía caricatura. No lo contradecía; lo dejaba hablar hasta que se enredaba en sus propias palabras. Le devolvía cada gesto como un espejo invertido, hasta que él empezó a sentirse desnudo, desprotegido, sin poder.

El narcisista, acostumbrado a ver a los demás tambalearse, sintió algo nuevo: la grieta de la inseguridad. Y cuanto más intentaba reafirmarse, más claro era que ella lo había visto de verdad, sin máscaras.

El desenlace no fue una batalla frontal, sino un silencio calculado. Una tarde, mientras él lanzaba su última cadena de frases ensayadas, ella lo interrumpió con una sonrisa serena, casi compasiva, y dijo:

—Ya no tienes dónde esconderte.

Ese fue el golpe más letal. Porque no fue un ataque, sino la confirmación de que todo su juego había quedado al descubierto. El cazador se descubrió presa, y en su reflejo encontró el eco de lo que nunca quiso aceptar: alguien podía conocerlo mejor de lo que él se conocía a sí mismo.

Así, la empática oscura no lo destruyó con gritos ni venganzas, sino con algo más profundo: el poder de ver y comprender sin dejarse atrapar. Y en ese espejo roto, el narcisista descubrió que por primera vez había perdido la partida.

Autora: Zoila Devoz

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