Donde el nombre no importa
Madrid contenía la respiración. Ella caminaba hacia casa después de una reunión agotadora de socios, con un nombramiento colgado a la espalda: emoción y peso en igual medida. La ciudad se movía a cámara lenta, los sonidos amortiguados, como si supiera que algo iba a suceder.
Y entonces lo vio. Él. Fuerte, intenso, imposible de ignorar. Sus pasos vacilaron; giró la cabeza. Justo frente a Alcalá 66, un rincón íntimo y secreto, de esos que solo Madrid guarda para encuentros que parecen predestinados. Las puertas parecían susurrar, los adoquines conspirar, y él estaba allí, como si el tiempo se hubiera detenido.
—¿Un café? —dijo él, y su voz la atravesó como un roce invisible.
La taza entre sus manos, el aroma del café mezclado con el de él. La proximidad quemándole la piel. Y lo que empezó con cafeína terminó con pasión: un beso intenso, húmedo, voraz, que borró relojes, calendarios, calles enteras. Solo existían ellos, en un universo hecho de suspiros y temblores. Su mano enredada en su pelo, el calor de su cuerpo rozando el de ella, el vértigo de un deseo sin límites.
Desde entonces, los encuentros físicos se suspendieron. Todo se trasladó a lo virtual: llamadas nocturnas que comenzaban con palabras y terminaban en jadeos que recorrían su piel como caricias invisibles; fotos que aparecían y desaparecían en WhatsApp, efímeras y provocadoras, encendiendo la imaginación hasta hacerla arder. Cada silencio era un roce, cada pausa, un escalofrío compartido.
—Yo te hubiera besado antes siquiera de pronunciar una palabra —confesó él, su voz grave penetrando en cada poro—. El café fue excusa. Lo que quiero es perder mi mano en tu pelo, inhalar tu olor, marcar tu piel con la mía, explorar cada curva aunque sea solo en la imaginación.
Ella rió, con un escalofrío que le recorrió el cuerpo:
—Y yo te propongo que investigues mi nombre.
Él rió también, y su voz se volvió un roce invisible, ardiente:
—Te lo diré cuando lleguemos al clímax.
Cerró los ojos y sintió su beso otra vez, húmedo, voraz, imposible de olvidar. Madrid susurraba a su alrededor, las luces parecían palpitar al ritmo de sus cuerpos. Su respiración se mezclaba con la de él, aunque solo fuera en la memoria, en los susurros del teléfono, en la electricidad que recorría cada músculo al imaginarlo.
Cada llamada nocturna, cada foto efímera, cada jadeo compartido se había vuelto un ritual de anticipación. Lo prohibido era exquisito, suspendido entre la piel y la pantalla. Cada palabra era caricia, cada silencio estremecimiento, cada respiro una promesa de placer que aún no se tocaba, pero se sentía con intensidad.
Y siempre volvía a Alcalá 66, al olor del café, al calor de aquel beso, al vértigo del instante en que todo comenzó. Madrid, cómplice, seguía susurrando mientras el deseo se enredaba en sus sentidos.
Donde el nombre ya no importaba.
Donde cada latido era una promesa.
Donde el clímax era inevitable.