Te entendí
A veces el deseo no termina en el cuerpo, sino en la comprensión.
Madrid parecía saberlo.
La ciudad respiraba con ese pulso que tienen las noches donde algo —o alguien— está a punto de suceder.
Ella llegó primero.
El mismo bar, “Alcalá 66”, donde todo había comenzado.
Pidió una copa de Ribera y se quedó en la barra, la mirada perdida entre el reflejo del vino y su propio temblor.
Atendió una llamada, sonrió sin convicción, y en ese instante —entre el murmullo y la espera— él apareció.
Su voz fue lo primero que la tocó.
Grave, segura, con esa cadencia que sabe dominar el espacio.
Pidió una mesa para dos sin mirar alrededor, como si el mundo le obedeciera.
Ella giró lentamente.
Y el tiempo se detuvo.
No había duda.
Era él.
El mismo que le había encendido la piel con solo una mirada, el que habitaba aún en los pliegues de su memoria y en las noches que olían a deseo.
Cuando sus ojos se encontraron, el aire se volvió denso, cargado de una electricidad silenciosa.
Ella sintió el impulso de acercarse.
Él ya lo estaba haciendo.
Se sentaron frente a frente.
Un cortado.
Una copa de vino.
Y entre ambos, un universo suspendido, donde el roce de los dedos era un lenguaje antiguo y las miradas, promesas que no necesitaban pronunciarse.
Las caricias llegaron disfrazadas de casualidad:
un toque en la mano,
una rodilla que rozaba,
una respiración que se alargaba más de lo debido.
El deseo no pedía permiso, simplemente se desplegaba entre ellos como una llamarada contenida.
Hubiera bastado un segundo más para que el cuerpo hablara por completo.
Pero ella lo detuvo con una mirada.
No por temor, sino por lucidez.
Porque entendió que no se trataba de poseer, sino de reconocer.
Él lo supo también.
Sus ojos, antes encendidos, se suavizaron.
Y con la misma honestidad con la que la había deseado, confesó que no podía ofrecer más que ese momento.
Ella alzó su copa, sin rencor.
Brindó por lo vivido, por lo que ardió y no se consumió, por lo que fue promesa y aprendizaje.
No hubo mensajes después.
Solo silencio.
Uno de esos que no pesan, sino que liberan.
Madrid siguió su curso.
Ella también.
Y cuando días después volvió a pasar frente a Alcalá 66, el eco de su voz le rozó la memoria, suave, casi dulce.
Sonrió.
No por nostalgia.
Por comprensión.
—Te entendí —susurró.
Y en ese suspiro, el deseo se volvió calma.