Donde el nombre no importa
Madrid contenía la respiración. Yo caminaba hacia casa después de una reunión agotadora de socios, con un nombramiento colgado a la espalda: emoción y peso en igual medida. La ciudad se movía a cámara lenta, los sonidos amortiguados, como si supiera que algo iba a suceder.
Y entonces lo vi. Él. Fuerte, intenso, imposible de ignorar. Mis pasos vacilaron; giré la cabeza. Justo frente a Alcalá 66, un rincón íntimo, secreto, de esos que solo Madrid guarda para encuentros que parecen predestinados. Las puertas parecían susurrar, los adoquines conspirar, y él estaba allí, como si el tiempo se hubiera detenido.
—¿Un café? —dijo, y su voz me atravesó como un roce que aún siento.
Corte a memoria. La taza entre nuestras manos, el aroma del café mezclado con el suyo. Su proximidad quemando mi piel. Y lo que empezó con cafeína terminó con pasión: un beso intenso, húmedo, voraz, que borró relojes, calendarios, calles enteras. Solo existíamos él y yo, en un universo hecho de suspiros y temblores. Sentí su mano en mi pelo, el calor de su cuerpo rozando el mío, el vértigo de un deseo que no conocía límites.
Corte a virtualidad. Desde entonces, los encuentros físicos se suspendieron. Todo se trasladó a lo virtual: llamadas nocturnas que comienzan con palabras y terminan en jadeos que recorren mi cuerpo como caricias invisibles; fotos que aparecen y desaparecen en WhatsApp, efímeras y provocadoras, encendiendo la imaginación hasta hacerla arder. Cada silencio es un roce, cada pausa, un escalofrío compartido.
—Yo te hubiera besado antes siquiera de pronunciar una palabra —confiesa él, su voz grave penetrando en cada poro—. El café fue excusa. Lo que quiero es perder mi mano en tu pelo, inhalar tu olor, marcar tu piel con la mía, explorar cada curva aunque solo sea en la imaginación.
Yo río, con un escalofrío que me recorre de pies a cabeza:
—Y yo te propongo que investigues mi nombre.
Ríe al otro lado de la línea, y su voz se vuelve un roce invisible, intenso, que me hace temblar:
—Te lo diré cuando lleguemos al clímax.
Cierro los ojos y siento su beso otra vez, húmedo, voraz, imposible de olvidar. Madrid susurra a nuestro alrededor, las luces parecen palpitar al ritmo de nuestros cuerpos. Mi respiración se entrelaza con la suya, aunque solo sea en la memoria, en los susurros del teléfono, en la electricidad que recorre cada músculo al imaginarlo.
Cada llamada nocturna, cada foto efímera, cada jadeo compartido se convierte en un ritual de anticipación. Lo prohibido se vuelve exquisito, suspendido entre la piel y la pantalla. Cada palabra es caricia, cada silencio, un estremecimiento, cada respiro, una promesa de placer que aún no se toca pero se siente con intensidad.
Vuelvo a Alcalá 66, al olor del café, al calor de su beso, al vértigo de aquel instante. Madrid es cómplice, susurrando mientras el deseo se enreda en mis sentidos.
Donde el nombre ya no importa.
Donde cada latido es una promesa.
Donde el clímax es inevitable.