La guerra en cámara lenta, cómo la zona gris devora a Occidente
La creciente ola de ciberataques, sabotajes a infraestructuras críticas y campañas de desinformación en Europa y Estados Unidos ha puesto en primer plano un fenómeno que redefine los límites tradicionales del conflicto: la llamada guerra híbrida o de zona gris. No se trata de enfrentamientos abiertos en el campo de batalla, sino de un conjunto de acciones calculadas para debilitar a un adversario sin cruzar de manera explícita la línea que desencadenaría una respuesta militar convencional.
Según Frank Hoffman (2007), este tipo de guerra combina tácticas convencionales con acciones irregulares, terrorismo, criminalidad y operaciones en el ciberespacio. La noción de zona gris, por su parte, enfatiza precisamente la ambigüedad: un espacio donde las hostilidades no alcanzan el umbral legal o político para ser consideradas un acto de guerra en sentido estricto.
Un reciente informe de inteligencia europea reveló que en el último año se duplicaron los intentos de infiltración digital en redes de transporte, energía y salud pública. Aunque en muchos casos no hubo víctimas mortales, los impactos económicos y sociales fueron significativos. La autoría, difícil de atribuir de forma directa, suele apuntar a actores estatales o grupos vinculados a gobiernos que operan con un margen de ambigüedad diseñado precisamente para evitar represalias claras.
Este patrón de operaciones encubiertas es un sello distintivo de la guerra de zona gris: presionar, hostigar y desestabilizar sin dar al oponente la justificación inequívoca para responder con toda su fuerza. A diferencia de un ataque aéreo o un despliegue de tropas, estas acciones buscan desgastar la cohesión política, sembrar desconfianza entre aliados y normalizar la vulnerabilidad como parte de la vida cotidiana.
En foros de seguridad internacionales, funcionarios advierten que la frontera entre paz y conflicto es cada vez más difusa. “No es un estado intermedio: es guerra en cámara lenta”, señaló un diplomático europeo, aludiendo a la acumulación de incidentes que parecen menores pero que, en conjunto, erosionan la capacidad de respuesta. “Cada interferencia en las comunicaciones, cada campaña de noticias falsas puede formar parte de una estrategia que pretende debilitarnos desde dentro”.
La preocupación se extiende también a la dimensión psicológica. Los especialistas en defensa subrayan que la saturación de incidentes aparentemente marginales —desde drones no identificados sobrevolando fronteras hasta rumores virales en redes sociales destinados a polarizar a la opinión pública— produce un efecto de desgaste que puede resultar más peligroso que un ataque militar puntual. El verdadero riesgo es que gobiernos y sociedades se acostumbren, aceptando como normal lo que en realidad constituye una agresión constante.
Algunos analistas recuerdan que la OTAN se fundó bajo el principio de defensa colectiva, pero hasta ahora la organización no ha definido con claridad qué nivel de hostilidad híbrida justificaría la invocación del Artículo 5. Mientras tanto, los adversarios explotan esa ambigüedad estratégica. “Estamos enfrentando ataques diseñados para ser negados y para quedarse justo por debajo de nuestro radar de respuesta”, advirtió un general estadounidense retirado. “La inacción, en este contexto, es tan peligrosa como una guerra perdida antes de empezar”.
Para muchos expertos, la verdadera batalla de la zona gris no se libra en el terreno físico, sino en la percepción: qué se considera agresión, qué se deja pasar y qué logra movilizar una reacción conjunta.
Mientras diplomáticos y militares debaten cómo responder, la población civil vive estas tensiones casi de espaldas a la realidad. En ciudades europeas, las interferencias en sistemas de navegación aérea o los cortes breves de energía se interpretan como simples fallos técnicos. La mayoría no relaciona un apagón puntual, la caída de una red móvil o la proliferación de noticias falsas con una estrategia de hostigamiento extranjero.
Esa falta de percepción —agravada por la desinformación en redes sociales y la fragmentación mediática— genera un terreno fértil para la complacencia. El gran éxito de la guerra híbrida es que logra desgastar y dividir a las sociedades sin que estas sean plenamente conscientes de que están bajo ataque.
El resultado es una brecha creciente entre élites y ciudadanos: mientras gobiernos e instituciones discuten sobre umbrales legales y mecanismos de disuasión, buena parte de la ciudadanía percibe estos incidentes como meros accidentes o problemas técnicos. Esa desconexión debilita la voluntad política de respuesta y refuerza la sensación de que la agresión híbrida forma parte de la normalidad.
La conclusión es inquietante: la guerra híbrida no es un escenario futuro, sino una realidad instalada en el corazón de la geopolítica contemporánea. Y lo más preocupante es que sus víctimas principales —las sociedades democráticas— apenas se dan cuenta de que ya están en medio de ella.
“Cada silencio frente a la agresión encubierta es una victoria para el adversario”